Lavinia es una mujer de 36 años, soltera, hija única. Residió hasta los 11 años en el extranjero, periodo en el que su madre pidió el divorcio debido al alcoholismo del padre. Lavinia tiene 3 hijas. Las dos mayores están en adopción temporal con los abuelos paternos y con una familia adoptiva respectivamente. La pequeña vive con ella en la comunidad terapéutica donde sigue un programa de rehabilitación.
Se trata de un perfil más. En los últimos años se ha registrado un incremento del número de toxicómanos que tienen hijos, como consecuencia del progresivo aumento de la edad media de los consumidores habituales de drogas ilegales. Más de un 25% de las personas que recurren a los servicios de atención a drogodependientes son padres o madres. Sus niños sufren frecuentemente las consecuencias de la precariedad de las vidas de sus progenitores. Constituyen uno de los grupos más vulnerables y de riesgo de desprotección o desamparo.
En ocasiones prodigan una sobreprotección sin coherencia, en otras una desatención radical y prolongada. La casuística es muy variada aunque habitualmente los toxicómanos suelen ser padres inestables, anárquicos, que difícilmente pueden ofrecer un cuidado a sus hijos cuando ellos mismos se encuentran con importantes déficits en su propio pasado.
En muchos casos son los abuelos, tíos u otros familiares los que se hacen cargo de los pequeños -al no existir figuras parentales que se responsabilicen del menor- y tienen que recurrir a la entidad pública correspondiente para formalizar el acogimiento familiar. Unas veces por vía administrativa -si hay consentimiento de los padres-, y otras por vía judicial, cuando existe oposición de éstos.
Todo ello hace que se produzca una intervención por parte de los servicios sociales. Al detectar situaciones de riesgo y desamparo, proponen a la entidad correspondiente que tome las medidas de guarda o tutela necesarias para atender al menor. En virtud de estas medidas, se puede separar temporalmente al hijo, o hija, de sus padres, hasta que se considere la posibilidad de retorno o se resuelva el problema y la situación de riesgo que motivó su marcha.
Josi Intxausti, director general de Juventud y Acción Comunitaria del departamento foral de Derechos Humanos, Inserción Social y Empleo, explica que en lo que va de año, el 11% de notificaciones recibidas respecto a la necesidad de acogimiento familiar de un menor están relacionadas con problemas derivados de toxicomanías, incluido el alcohol. Son distintas las vías de entrada de este tipo de casos en la Diputación: servicios sociales de base, sanitarios, centros educativos... «todo depende del punto en el que se detecta la posible existencia del problema», puntualiza.
A partir de ese momento se realiza una valoración. Pueden darse distintas situaciones, como por ejemplo, que el padre esté en un proceso de rehabilitación. «Se abre una línea de intervención en la que se valora si el menor puede seguir en el núcleo familiar y en función de ello se adoptan medidas, teniendo la seguridad siempre de que el proceso de rehabilitación que está llevando el progenitor ofrece una garantía educativa y normalizada al niño», aclara.
Cuando esto no es posible, se utiliza la fórmula denominada «acogimiento familiar con familia extensa» en la que bien tíos, abuelos o hermanos se hacen cargo de la crianza y educación. El principio de consanguinidad siempre prevalece. Se trata de una medida que pretende evitar a toda costa la institucionalización del menor.
El caso más extremo es el que viene precedido de una intervención judicial, donde el niño, en último extremo, es ingresado en un centro de acogida «aunque siempre el pilar es la actuación dentro de la familia», incide Intxausti.
Vínculo padres-hijos
Julen Perurena, director de la Comunidad Terapéutica Haize-Gain, perteneciente a la Asociación Guipuzcoana de Investigación y Prevención del Abuso de Drogas, Agipad, destaca que a la hora de abordar cada caso «es importante tener una mirada especial al vínculo padres-hijos». Las instituciones han avanzado mucho en este campo en los últimos años reconduciendo una situación en la que, «históricamente, y por desconocimiento», no se ofrecía al menor la atención que precisaba. Socialmente, los hijos de padres toxicómanos eran vistos como chavales más maduros, cuando en realidad estaban expuestos a un medio familiar y caótico que les reportaba poca estabilidad y apoyo emocional.
«Había menores en situación de alto riesgo que realizaban una función parental, es decir, tenían más responsabilidad que sus propios padres en relación a la familia. Parecía que eran más precoces e inteligentes, pero en realidad no estaban viviendo su propia infancia, y el precio de todo eso, luego se paga», advierte Perurena.
Culpabilidad, vergüenza, incapacidad para hacer amigos, confusión, ira... son algunos de los síntomas que, según la National Association for Childrens of Alcoholics, (NACOA), pueden presentar estos menores, además de un mayor fracaso escolar, depresión o incremento de ansiedad, asociado al consumo excesivo de drogas y alcohol de sus padres.
El director de Haize-Gain cree «importante» que el niño «tenga derecho a su propia historia, aunque esa historia sea dura», subraya. «Se trata de que el menor pueda tener una relación con sus padres biológicos. Hay que compensar aquello que sus verdaderos progenitores no les puedan dar temporalmente, pero siempre, de manera que sepa que tiene un familia. Que conozca en definitiva, que tras de sí hay una historia aunque ésta sea muy dolorosa y que la institución favorezca otras salidas temporales que cubran esos déficits».
Los abuelos suelen constituir un recurso de protección, como proveedores de cuidado a sus nietos cuando los padres no pueden hacerlo. Además de facilitar una continuidad afectiva y familiar, evitan el desarraigo del entorno en el que viven. Sin embargo, también es cierto que deben hacer frente a problemas que dificultan sus responsabilidades de cuidado.
Conflictos y celos
No es extraño, por ejemplo, que si el nieto llama aita y ama a su abuelos, el verdadero padre viva esa escena como una usurpación de su papel y surja algún conflicto por ello. También suelen aflorar los celos cuando el progenitor observa que la atención que se le dispensa a su pequeño no la tuvo él en su niñez. «Ahí entramos en la complejidad de cada familia. En cualquier caso, siempre necesitarán del apoyo y orientación de profesionales para que los niños no estén triangulando en esos conflictos», añade Perurena.
Por eso, los equipos profesionales de la Diputación, según explica Josi Intxausti, realizan un seguimiento «detallado, exhaustivo y permanente», tanto con las personas que atienden al menor, como con el propio niño, de manera que la interrelación entre ambos no suponga rupturas. Si bien depende del proceso evolutivo, estos seguimientos, dice Intxausti, suelen prolongarse durante un año aproximadamente.
«Le estoy fallando». «¿Qué ha pasado para que mi hijo tenga esos problemas?». Son mensajes que llegan a obsesionar tanto a padres como abuelos, envueltos en un sentimiento de culpa del que son incapaces de desprenderse. No aciertan a entender por qué están viviendo esa situación. Es muy habitual que el padre afectado reaccione ante ello diciendo "que a mi hijo no le falte de nada, que lo tenga todo". «Curiosament
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